Paula Gallego

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    —Te han arrebatado tu derecho legítimo, el que tú te ganaste con tu ingenio y tu espada. Eso implica algo importante, algo que no deberías olvidar: tú te ganaste el derecho a proteger a tu reino, niña, tú; y puedes volver a hacerlo porque sigues siendo digna. Solo tienes que pensar cómo lo harás.
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    No les importa nada más allá de lo que creen saber, de lo que creen estar viendo. Un rumor aquí, un comentario allá… y todos ven lo que tú quieres que vean.

    ~Soren

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    —Bonita jugada lo del torneo, por cierto —canturrea Elnath, cruzando las manos tras la cabeza—. Reconozco que cuando has empezado a hablar creía que era una broma. Pero al mencionar lo del torneo público, el pueblo entretenido en época de posguerra, la esperanza de convertirse en rey o reina sin importar el origen, la riqueza… Tantos años juntos y todavía me sigues sorprendiendo, Soren.

    —La Madre de la Iglesia parece contenta —observa Vanja—. También los nobles y la alta burguesía.

    —Todos han visto la oportunidad de sacar beneficio y eso les gusta.

    Inteligente me gusta

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    La próxima participante tarda más de lo esperado en entrar. Otros se mueven con decisión hasta situarse frente al palco, saludan y andan con rapidez para sentarse en el espejo, como si quisieran quitárselo de encima cuanto antes.

    Ella no. Ella camina como si nunca se hubiera sentido más cómoda en otro lugar. No mira al público, ni siquiera parece prestar atención al espejo. Solo camina como quien pasea por el bosque. Se detiene frente al palco y hace una reverencia apenas sutil, nimia, cuando el maestro de ceremonias la presenta.

    —¡La participante número 127 se llama Amaltea! Es curandera, tiene diecinueve años y proviene de Kerandrine.

    Me sorprende un poco, pero no me cuesta imaginar la razón de que no sepa hacer una reverencia en condiciones. Puede que nunca en toda su vida haya tenido contacto con alguien tan importante como para tener que hacerla.

    Cuando vuelve a alzar la mirada, unos ojos enmarcados por dos líneas de pintura negra, tengo la sensación de que me está mirando a mí, solo a mí.

    Se sienta de espaldas a nosotros. La veo apoyar las manos sobre el regazo, alzar el rostro, inspirar…, y comienza el espectáculo.

    Sé que el espejo ha empezado porque, de pronto, un espasmo que casi la hace saltar de la silla la recorre; pero se mantiene anclada a su asiento. Al comprobar qué es lo que la ha perturbado así, descubro que el espejo no está mostrando… nada.

    Al menos, a ratos.

    Un instante aparece una imagen y, al segundo, se desvanece. De nuevo, vuelve a aparecer y se sume otra vez en la oscuridad.

    La participante se mantiene recta en su silla, con la cabeza alta, los hombros erguidos y la vista fija en su reflejo.

    Además del susto inicial, nada parece capaz de perturbarla y las imágenes que muestra el espejo están… desapareciendo.

    Apenas alcanzo, entre aparición y aparición, a distinguir unas colinas verdes, cubiertas de bruma y lluvia. Unas colinas que creo conocer.

    —¿Eso no es Mirkaf? —pregunto.

    Noto el silencio extraordinario en el que observa el público a esta pretendiente.

    Elnath se encoge de hombros y Vanja, contra todo pronóstico, sacude la cabeza.

    —No me ha dado tiempo a verlo. ¿El espejo no está funcionando bien? —inquiere, desconcertada.

    Vuelvo a mirarla. Le quedan unos segundos, pero no hay nada al otro lado del espejo. Su reflejo no le devuelve más que la imagen real un poco oscurecida por las sombras del otro lado.
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    Está ella, sentada, mirando desafiante al frente, con las manos tranquilamente apoyadas en el regazo y la expresión serena.

    No hay ningún miedo al otro lado del espejo.

    El maestro de ceremonias da por terminada su prueba y ella se pone en pie con facilidad, dedicándoles una mirada amable a los guardias desconcertados que habían acudido a ayudarla.

    Es capaz de volver a situarse bajo el palco, hacer una reverencia casi imperceptible y marcharse de la arena con el mismo paso sosegado y entero con el que había entrado, ahora, entre ovaciones del público.

    —¿Es posible amañar un objeto mágico? —inquiere Elnath, dándole voz a lo que los tres pensamos.

    Vanja sacude ligeramente la cabeza sin dejar de seguir los pasos de la participante.

    —No. No lo es.
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    Mientras continúo hablándole, haciendo que me mire, pienso que quizá ese haya sido su error desde el principio. Quizá por eso dejó que lo capturaran cuando era un cachorro, o quizá por eso lo enjaularon ahora que es adulto. Puede que su imprudencia haya sido siempre confiar demasiado, esperar un milagro a pesar de que conoce a los humanos, de que muy en el fondo de su alma animal sabe que tener esperanza le reportará dolor. Puede que en el fondo sepa que mi mano izquierda, esa que se acerca sin que la vea, oculta una daga.
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    Levanto una mano, atrayendo la atención hacia mí.

    Todos, incluida la aspirante, me miran ahora mientras le comunico mi decisión a la emisaria.

    —Dígale al maestro de ceremonias que la aspirante 127 ha ganado el duelo y que el gran lobo gris será indultado.

    La emisaria sale disparada sin perder el tiempo. Elnath asiente, satisfecho, y Vanja vuelve a concentrarse en la figura de esa mujer que está haciéndole arrumacos a una bestia de más de ciento cincuenta kilos.
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    Me hace cerrar los dedos sobre él. Luego, se acerca.

    —Un ungüento para la mordedura del lobo —me dice, al oído.
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    . Es que tiene plena confianza en lo que hace.

    127 abandona la arena saludando, con la boca llena de dulces y arropada por una marea de aplausos.
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    —Su majestad —me saluda uno de los nobles—. Es la aspirante 127 y…

    —Sé quién es —lo interrumpo.

    Claro que lo sé. Me acuerdo de ella y me decepcionó saber que no me habían asignado su anfiteatro para la tercera prueba. Aún recuerdo cómo se enfrentó al espejo, la imagen casi vacía, aquel paisaje que parecía pertenecer a Mirkaf.

    Recuerdo que fue la única que logró levantarse de esa silla sin la ayuda de los guardias.

    Y ahora está… sentada junto a un maldito lobo.

    Lleva el mismo traje de la semana pasada; la ropa negra y discreta, con esos detalles dorados, en forma de escamas, en parte de sus hombros y su pecho. Esta vez también se ha pintado la cara y dos largas líneas oscuras ocultan el contorno de sus ojos y parte de su expresión.

    —¿Cómo ha… ocurrido? —pregunto.

    —Yo aún no me lo explico —responde el noble—. Se ha acercado al animal desarmada y él ha estado a punto de arrancarle el brazo. La ha mordido, todos hemos visto claramente cómo ha apresado su antebrazo y después… —Se encoge de hombros.

    Por eso debe de tener el brazo pegado contra el cuerpo.

    —Han estado jugando —dice una mujer sentada en la primera línea del palco.

    —Jugando —repito, sin apartar los ojos de la arena.

    —El maestro de ceremonias ha sugerido que acabara el combate, pero ella no ha accedido. Se niega a matar al animal.

    —¿Y cómo va a matar a la criatura si la tiene sentada al lado reclamando carantoñas? —interviene Elnath.

    Ciertamente, ahora el lobo se ha puesto en pie y está moviendo la cola en dirección a la aspirante, reclamando su atención.

    Ella alza el brazo izquierdo para acariciar su cabeza, pero antes de hacerlo parece que algo le atenaza el músculo y tiene que bajarlo de golpe.

    El lobo no se da por vencido y acaba tumbándose a su lado para que ella pueda acceder mejor.

    La joven empieza a rascarle entre las orejas.

    —¿Qué brazo le ha herido el lobo? —pregunto.

    —El derecho, el que tiene contra el cuerpo.

    Me quedo pensativo, analizando lo que acabo de ver, lo que vi el día de la prueba del espejo y barajo una posibilidad, una opción remota, demencial.

    —Elnath tiene razón —interviene Vanja—. No puede darle muerte a una bestia que se deja acariciar entre las orejas. ¿Qué clase de criaturas ha traído a este torneo?
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