—Aprende esto ahora y apréndelo bien, hija mía: como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.
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Yalil aseguraba que el nombre lo había elegido él, porque Mariam, el nardo, era una flor preciosa.
—¿Tu favorita? —preguntó Mariam.
—Bueno, una de mis favoritas —respondió él, y sonrió.
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«Tienes miedo, Nana —podría haber dicho—. Tienes miedo de que encuentre la felicidad que tú nunca has tenido. Y no quieres que yo sea feliz. No quieres que disfrute de la vida. Tú eres la que tiene un corazón miserable».
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Recordó que Nana le había dicho en una ocasión que cada copo de nieve era el suspiro de una mujer a la que habían ofendido en algún lugar del mundo. Que todos los suspiros subían al cielo, formaban nubes y luego se deshacían en trocitos diminutos que caían silenciosamente sobre las personas.
«Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras —había dicho—. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir».
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Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad».
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Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo… Hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.
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Pero hay cosas que, bueno, hay que verlas y sentirlas.
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Pero el tiempo es un fuego que no perdona, y al final no logró salvarlo todo.
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Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,
o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.
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