Mi miedo a intentar cosas nuevas se convirtió en un patrón que me acompañó durante décadas. En el instituto me di cuenta de que, una vez empezaba un proyecto, todo iba bien. Sin embargo, durante las semanas anteriores a comenzarlo, sentía una ansiedad capaz de paralizarme mentalmente.
Otro mensaje que había internalizado era que si tropezaba, nadie iba a estar ahí para sujetarme. Por lo tanto, solo podía depender realmente de mí misma. Esta creencia me hizo más fuerte y autosuficiente, pero me resultaba difícil abrirme a otras personas, porque entendía mi vulnerabilidad como una carga, algo que no había que mostrar.
Era muy lista y observadora. Aprendí que cuando ponía mis necesidades en último lugar y cuidaba de todos los demás primero, conseguía aprobación y amor. Aprendí a valorar mi mente juiciosa y racional más que los sentimientos y sensaciones de mi cuerpo.