Cuando alguien te invita a comer a su casa, de manera franca y abierta, sin compromisos de ningún tipo, sólo por el placer de hacerlo, no te está abriendo las puertas de su hogar, sino de su corazón. Es un acto amoroso que viene de lo más profundo de la noche de los tiempos. Por ejemplo, de cuando los alimentos escaseaban, y el hecho de compartirlos alrededor de la fogata, de la piedra, de la tabla, del suelo mismo o de la mesa, era compartir la vida. Conozco muchas historias de ese tipo, que sucedieron en guerras, en asedios, en campos de concentración, en los momentos más terribles y siniestros de la humanidad. Cuando se pensaba que todo estaba perdido, cuando la esperanza había abandonado a las personas, cuando un mendrugo de pan significaba la supervivencia, alguien, siempre alguien, un alma noble y buena, lo cortaba en partes iguales, no importa cuántas, y lo repartía entre los que estaban a su alrededor. Prefería, por mucho, pasar la misma hambre que los demás, que sobrevivir solo. Ponía la solidaridad por sobre el instinto. Y eso es lo que nos hace ser humanos.