Irene Aragón

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    Mi barriga ha pasado a ser de dominio público
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    Nunca supe muy bien qué hacer con mi propio padre. Nunca llegó a desaparecer, pero siempre se mantuvo alejado. Como si mi vida fuera demasiado pequeña para interesarle
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    Como todas las mujeres, he aprendido a desconfiar de mi cuerpo desde muy joven. A los trece años, bajo la fría luz del neón del cuarto de baño, comprendí que no valía. No era el cuerpo de las revistas, de las series de televisión, de los carteles de grandes dimensiones que veía en la calle, de las mujeres que merecían ser amadas. A partir de entonces fue necesario tenerlo controlado, ponerle límites
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    Olfateo el cuerpo del bebé, acaricio con la punta de los dedos el cuerpo del bebé.
    Nada existe al margen de nosotros.
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    Con el bebé, mi voz no es la misma. Tiene una tonalidad solo para él
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    Se acabaron los tiempos muertos, los momentos apacibles en los que el pensamiento se despereza y se permite sorpresas. El bebé se cuela dentro del menor resquicio. Peor aún: las actividades sin él son los resquicios
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    Me diluyo como leche en polvo. Ya no me pertenezco. Necesito salir del cuerpo, estimular mi intelecto. Si no, ¿cómo mantenerse en pie? Intento escuchar un programa de radio con el bebé, leer una novela con el bebé. Nunca funciona
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    Tampoco encuentro ya mi lugar en las reuniones, difícilmente compatibles con la presencia de un niño pequeño. Las jóvenes madres de familia no tienen derecho a cambiar el mundo
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    Dicen que tener hijos te hace perdonar a tus padres. Es mentira. Estoy aún más resentida con ella. Cada vez que doy, recuerdo que a mí no me dieron. Me gustaría demostrar generosidad, pero la cólera es más fuerte que yo. La que tuve que tragarme durante toda mi infancia, viendo cómo mi madre anteponía su sufrimiento a mí. Parpadear un día y apagarse al siguiente
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    Hace un buen rato que se ha dormido, sin una pizca de inquietud. Me cuesta dejar su habitación, dejarlo solo. Tal vez ser madre sea eso, consolar al bebé de tus propias penas.
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