Cecilia Fuentes

Jean Genet, Las criadas

Carlos opinó que mi reacción había sido exagerada y hasta me culpó de exponerme a los abusos de la gente, pues permitía que se dieran cuenta de mi vulnerabilidad. Para distraerme, me contó que cuando era pequeño y acompañaba a su padre a una fiesta, en la puerta y antes de tocar, don Rafael le decía: “Ya vas a estar frente a la gente. Ponte tu mascarita”. El niño se la ponía y, sonriente, entraba a la reunión conquistando a todo el mundo. Yo ya estaba demasiado grande para aprender a enmascararme imaginariamente.

Cuando menos me lo esperaba, Carlos me informó que había cambiado de opinión. Prefería que no tuviéramos a la criatura. Desolada, le rogué que me permitiera seguir con el embarazo, pero respondió: “Antes que nada soy escritor. Tú quieres cortar mi libertad. No quiero compromisos que me obliguen a amarrarme a un escritorio ocho horas”

Carlos fundó, junto con Flores Olea, González Pedrero, Jaime García Terrés y otros intelectuales, la revista El Espectador

Carlos permitía que algunas personas cercanas a él me faltaran al respeto. Se daba cuenta de que me ofendían, pero no hacía nada por evitarlo.

Temía que fuera a darse cuenta de que yo ya no podía responderle como antes. Pero al parecer no notó nada. O no le importó.

Cómo es posible que este hombre esté dispuesto a destrozar la vida de su mujer y abandonar a su hija y al mismo tiempo llore desconsoladamente por gente que nunca conoció?”. Sentí que su dolor estaba más bien dirigido a una teatralidad destinada a impresionar a los amigos. Por primera vez me dije: “¡Qué farsante eres, Carlos!”.

Cuando menos me lo esperaba, Fuentes empezó a llamarme desde Cuernavaca. Me pidió que Cecilia y yo fuéramos a visitarlo. Y así lo hicimos. Lo encontré comunicativo, pero muy nervioso. Nos llevó a comer al centro y luego insistió en que nos tomáramos una foto familiar con la niña sobre uno de esos caballitos adornados que posan en el zócalo.

Las mujeres no somos educadas para racionalizar sobre cómo manejar las diferentes etapas que se van presentando en nuestro camino. Los hombres tampoco. Pero ellos pueden, en el campo amoroso, seguir viviendo activamente hasta el fin de sus días. Nosotras de pronto descubrimos que, al no ser objetos deseables, no pertenecemos al mundo afectivo.

Yo, sabiendo que nada le dolería más que ver sus posesiones dañadas, le rompía una lámpara o una mesa.