Carmen de Burgos

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    La conciencia de su hermosura y de la riqueza de su padre, uno de los labradores más acaudalados del contorno, la habían hecho coqueta y caprichosa; pero había acabado por acarrearle un sentimiento de tristeza.

    Estaba satisfecha su vanidad; triunfaba en los bailes sobre todas las otras y se sentía envidiada de las mozas y deseada de los mozos. Veía llegar a su cortijo, montados en soberbios caballos o magníficas mulas, a todos los jóvenes casaderos para solicitar su amor. ¿Pero qué valía todo eso en su vida cansada y monótona? ¿De qué servía ni siquiera ser hermosa en aquel desierto?
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    Por instinto, comprendía que la belleza necesitaba otro marco, y que ella era superior a los hombres que la solicitaban.
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    Tenía deseo la madre de vivir la novela de amor de la hija y la desesperaba su indiferencia por los hombres
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    Frasco continuó su vida sencilla y de trabajo, pero Antonia comenzó a engordar, a tomar importancia y a hacerse dar el tratamiento de tía Antonia, que equivale allí al de doña Antonia en la ciudad. Se diría que había heredado el orgullo y dignidad de los antiguos dueños, y hasta el mal genio, autoritario, de don José.
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    es que cuando su padre le habló de que la había pedido en matrimonio Antonio el Peneque, que gracias a su suerte en el contrabando había llegado a ser dueño del cortijo de los Tollos, ella lo aceptó sin alegría y sin repugnancia.
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    Así es que cuando su padre le habló de que la había pedido en matrimonio Antonio el Peneque, que gracias a su suerte en el contrabando había llegado a ser dueño del cortijo de los Tollos, ella lo aceptó sin alegría y sin repugnancia.
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    La juventud y la gracia las igualaba a todas. Cándida e Isabel eran primas pobres que vivían en compañía de Pura; y Rosa y Encarnación, vecinas que les servían de criadas. Pero entre todas se había formado una especie de camaradería que borraba diferencias: todas atendían a los quehaceres del cortijo y todas comían en la misma mesa y se iban juntas a los bailes.
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    —Pero ella no puede ir —dijo la madre, con cierta satisfacción—. Esta mañana se ha corrido en Níjar la primera amonestación.
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    —¡Ah!, vamos, que estás ya presa —dijo el vendedor—. Cómpramelas tú, Isabel. —No tengo dinero.
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    La joven había enrojecido. Sentía una sensación de malestar. Le parecía que era verdad que con aquella amonestación lejana estaba presa.
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