Maya González Roux

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    la intelectual un poco estricta que daba conferencias de filosofía en la École Normale Supérieure sobre temas tan diversos como el fundamento ontológico del individualismo político o las emociones impersonales de la ficción, se transformó en una enamorada apasionada cuyas ocupaciones principales consistían en redactar mensajes eróticos, repetir la misma fantasmagoría y buscar consejos para responder a la única pregunta existencial interesante: ¿Puede uno rehacer su vida después de los cuarenta?
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    razón: trabaja y deja a un lado tu vida privada. La pasión, sí, a los veinte años, pero ¿con más de cuarenta? Tienes un hijo de veintiún años, una posición que te expone, una vida satisfactoria. Una vida plena. Estás casada con un hombre que te ofrece plena libertad y con quien concluiste tácitamente el mismo pacto que había ligado a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: los amores necesarios, los amores contingentes, el cónyuge, ese punto fijo, y las aventuras sexuales que alimentarían el conocimiento de ambos sobre el mundo –esta libertad, sin embargo, jamás la habías tenido hasta ahora, no por fidelidad, no, no tenías ningún aprecio por la rigurosidad moral, sino por una inclinación natural a la tranquilidad–
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    Organizaste tu vida con un sentido perfecto del orden y la diplomacia. Tuviste más dificultades que un hombre para encontrar tu lugar, pero terminaste por tenerlo, y ahí te sientes legítima; decidiste de una vez por todas que serías independiente y no una víctima.
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    marido a menudo está ausente y, cuando está allí, ves mujeres cada vez más jóvenes gravitando a su alrededor, pero sabes que está atado a ti. Ella, la mujer que aseguraba su independencia en las intervenciones mediáticas, en privado se sometía a los múltiples mandatos sociales: conténtate con lo que tienes. No cedas a la dependencia corruptora, al deseo sexual, a la ilusión romántica, a todo lo que termina alienando, debilitando.
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    Una mujer de tu edad y en tu situación” (había que entender una mujer vulnerable por la enfermedad) no debe ponerse en peligro; eso era, en esencia, lo que su madre le repetía, lo que la sociedad afirmaba con autoridad tétrica, lo que incluso la literatura confirmaba al elevar al rango de heroínas clásicas a las mujeres mal casadas, desarmadas y consumidas por la pasión amorosa, a veces hasta el suicidio, todo eso que el entorno social le recordaba con violencia. Pero una mujer como ella, formada con lecturas heteróclitas, que había hecho de su autonomía y su libertad los compromisos de su existencia, la esencia misma de su trabajo; una mujer que se había enfrentado a la muerte, rápidamente se convenció de que no podía haber desastre mayor que renunciar a vivir y a amar. Y así una mañana hizo las maletas y se fue, después de dejar sobre la mesa del salón una postal con un paisaje de montañas, detrás de la que escribió estas palabras cuya banalidad expresaba la urgencia y la necesidad de la partida, el deseo de terminar, de concluir rápidamente, un golpe de puñal, un sacrificio sin dormir a la bestia, afilado y cortante, así se masacra: “Se terminó”.
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