En cada edificio se agolpaban casi cien viviendas, pero la mayoría de los habitantes ni siquiera les habían visto la cara a sus vecinos. La única prueba de que allí vivía gente llegaba por la noche, cuando se iluminaban las ventanas.
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A los diecisiete años Tomoko no sabía lo que era el auténtico terror. Pero sí sabía que hay miedos que crecen solos en la imaginación.
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De haber cogido el metro a casa, sin embargo, es casi seguro que no se habría establecido ninguna conexión entre ciertos dos incidentes. Por supuesto, las historias siempre empiezan con esta clase de coincidencias.
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