Concepción Perea

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    El secreto residía en cargar la piedra con malos deseos. El odio bien enfocado puede causar mucho daño; sólo hay que saber usarlo del modo apropiado. Para abrir grietas, por ejemplo.
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    Boros sacaba la lengua, olisqueando impaciente. Balanceaba el cuerpo al ritmo de una música muda, la danza inquietante de las serpientes.
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    La presión era siempre su mejor aliada. La ponía de un humor pésimo y sacaba lo peor y más retorcido de ella, que era justo lo que necesitaba, pues preparar un escarmiento ejemplar exige grandes dosis de sadismo y pocos escrúpulos.
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    En la vida de un hada hay dos días cruciales: su Día del Sol, su nacimiento, en el cual poca elección pueden hacer, y otro más extraño y antiguo, el Día de la Elección, un ritual que define las lealtades de cada hada y las vincula de por vida a un código de conducta
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    Había visto a Rashid dar sus primeros pasos entre las cabras de la caravana, y ahora el mocoso lo trataba como a un crío. La vejez y la infancia tenían ciertas similitudes.
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    Además, es de sobra sabido que nadie en sus cabales ha visto jamás un humano, que son cosas de los cuentos antiguos, cuando se creía que humanos y hadas compartían un solo mundo.
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    Dujal se había criado con los humanos, algo extremadamente raro que lo convertía en uno de los pocos viajeros de EntreMundos que existían, y casi en el único que apenas hablaba de sus viajes
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    El carro permanecía clavado en un montón de tierra. Las ruedas aún giraban. Isma’il estaba tumbado gimiendo con voz ronca. No muy lejos, panza arriba, Nicasia reía, aunque también parecía dolorida. A diez metros de ellos humeaba lo que antes había sido el cilindro misterioso. Dujal se llevó las manos a la cabeza. La muy psicópata los había montado en un petardo con ruedas
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    Nicasia se limpiaba la ropa de tierra. Parecía satisfecha del resultado del experimento. Las gafas le colgaban del cuello y tenía toda la cara manchada de grasa, excepto dos cercos alrededor de sus ojos. Sacudió la cabeza; una lluvia de polvo y hojas le cayó sobre los hombros.

    —Si hay mejor manera de empezar una mañana, yo no la conozco.

    —A mí se me ocurren al menos dos… —replicó Dujal dándole un codazo a Isma’il—. Encima o debajo.

    —Cualquiera que no me obligue a rezar para salvar mi vida me parece mejor que ésta —dijo Isma’il escupiendo barro.
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    La tejedora suspiró, pensativa.

    —Lo tejido, tejido está —dijo—. El hilo que se corta no vuelve al telar.
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