Hasta donde la vista alcanzaba, y cada vez más lejos, conforme subían la colina, se extendía el mar inacabable de pinos, doblados por el viento. Y todo aquel orbe parecía tan vano como inmenso; tan vano como si el viento silbara sobre un planeta deshabitado e inútil. Y en aquel infinito de bosques azulosos y cenizos cantaba, estridente, el antiguo dolor que hay en el corazón de todas las cosas paganas. Parecía que en las voces íntimas de aquel insondable follaje gritaban los perdidos y errabundos dioses gentiles, extraviados por aquella selva, e incapaces de hallar otra vez la senda de los cielos.