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María José Vela

Amor y gin-to­nic

Una novela hilarante y original donde el amor y la amistad se presentan aderezados con humor ácido y… unos cuantos los gin-tonics.
Abi está a punto de alcanzar la felicidad en todos los sentidos. Acaban de anunciarle un ascenso y su novio de toda la vida quiere, por fin, hablar del futuro.
Sin embargo, en una sola noche sus sueños se truncan y vuelve a darse de bruces con la cruda realidad. Por si fuera poco, aparece en su vida Hugo, un consultor dispuesto a lo que sea para seducirla. ¿Podrá Abi retomar las riendas de su vida? ¿Está la felicidad donde realmente pensamos?
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2019
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2019
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Benyomások

  • Danymegosztott egy benyomást4 évvel ezelőtt
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    No es tanto una historia romántica sino una mujer que aprende de sus errores y pérdidas, que la hace valorar y retomar un rumbo perdidos hace años, madurar, darse su espacio y aprender a vivir al máximo cada día.

Idézetek

  • Danyidézett4 évvel ezelőtt
    En­ten­dí que es­ta­mos he­chos de pa­sa­do, de ex­pe­rien­cias bue­nas y ma­las que no de­be­mos ne­gar por­que son par­te de lo que so­mos en el pre­sen­te.
  • Danyidézett4 évvel ezelőtt
    Tan­tos años con­di­cio­nan­do mis de­ci­sio­nes a lo que hi­cie­ran los de­más po­dían ha­ber­me lle­va­do a no sa­ber qué que­ría de ver­dad.
  • Danyidézett4 évvel ezelőtt
    CAPÍTULO DOCE

    Sie­te in­ten­sas ho­ras más tar­de lle­gué a mi apar­ta­men­to con los za­pa­tos de Sara en la mano. Para va­riar, tro­pe­cé con mi fel­pu­do.
    —¡Prin­ga­da! ¿No de­cías que tu no­vio te iba a lle­var le­jos y que me ibas a ti­rar a la ba­su­ra? —se bur­ló.
    Bueno, no se bur­ló, los fel­pu­dos no ha­blan, pero es­toy se­gu­ra de que lo pen­só. Cla­ro, que los fel­pu­dos tam­po­co pien­san, lue­go… ¿Em­pe­za­ba a vol­ver­me loca? Sí, era más que pro­ba­ble des­pués de lo que aca­ba­ba de vi­vir. A pe­sar de que la nota in­ter­na de Est­her fue la que me­nos vi­gen­cia tuvo en la his­to­ria de la in­tra­net de nues­tra em­pre­sa, los ru­mo­res se pro­pa­ga­ron igual que un vi­rus. Fue tal su ex­pan­sión, que in­clu­so lle­gó a al­gu­nos me­dios de co­mu­ni­ca­ción que, como era ha­bi­tual, en­ten­die­ron lo que les dio la gana y a pun­to es­tu­vo de pu­bli­car­se que Eve­Ca­re Es­pa­ña iba a des­pe­dir a la mi­tad de su plan­ti­lla. Sin em­bar­go, lo malo no fue aten­der la hor­da de lla­ma­das, ni dar un mi­llón de ex­pli­ca­cio­nes, ni aguan­tar los chis­tes que el res­to de de­par­ta­men­tos hi­cie­ron so­bre no­so­tros. Lo malo, lo real­men­te pe­li­gro­so, fue que Ar­man­do de­le­gó el cui­da­do de Hugo a Pe­dro, el co­chino en­vi­dio­so. Era el ma­yor gol­pe de efec­to que el jefe po­día dar­me, por dos mo­ti­vos: sa­bía que me do­le­ría y que mi lu­cha por el po­der con­tra Pe­dro se­ría en­car­ni­za­da.
    Pasé olím­pi­ca­men­te del fel­pu­do en aras de mi sa­lud men­tal, abrí la puer­ta de mi ho­gar y en­tré di­rec­ta en la mi­ni­co­ci­na. Rá­pi­da­men­te, lo­ca­li­cé lo jus­to para de­vo­rar un rico sánd­wich mix­to en de­cons­truc­ción. ¿Que cómo se de­vo­ra un rico sánd­wich mix­to en de­cons­truc­ción? Muy sen­ci­llo. Me comí por un lado el ja­món, por otro el que­so y por otro las re­ba­na­das de pan Bim­bo, tal era mi ham­bre. Des­pués, di por zan­ja­da la cena con otro ibu­pro­feno.
    Con el es­tó­ma­go en paz, me giré ha­cia el sa­lón-co­me­dor-dor­mi­to­rio-bi­blio­te­ca-sala de es­tar y se me cayó el alma a los pies. Aquel apar­ta­men­to era el tris­te re­fle­jo de mi si­tua­ción vi­tal. Al des­or­den cau­sa­do por la bús­que­da de­ses­pe­ra­da de algo que po­ner­me para mi su­pues­ta gran no­che con Ma­rio, Lo­re­to con­tri­bu­yó con su es­ca­so res­pe­to por lo bie­nes aje­nos cuan­do, dos días más tar­de, ha­bía ido a bus­car­me algo de ropa para po­der ir a tra­ba­jar.
    A pe­sar del can­san­cio, en un vano in­ten­to de arre­glar mi vida, me puse ma­nos a la obra. Col­gué en per­chas, do­blé, api­lé y aco­mo­dé to­das y cada una de mis pren­das. Eché de me­nos mi ga­bar­di­na roja, que ha­bía per­di­do para siem­pre. Ma­rio ha­bía re­gre­sa­do al res­tau­ran­te con ella en la mano y, des­pués, se la lle­vó. Me la ima­gi­né ti­ra­da en cual­quier con­te­ne­dor de ba­su­ra jun­to a diez años de re­cuer­dos, y me sen­tí fa­tal. Aun­que no tan mal como cuan­do es­ti­ré las sá­ba­nas de mi sofá-cama, dán­do­me cuen­ta de que ya nun­ca más vol­ve­ría a es­tar allí con Ma­rio.
    Mi or­de­na­dor apa­re­ció en­tre las sá­ba­nas. Se ha­bía que­da­do sin ba­te­ría des­pués de todo el fin de se­ma­na es­pe­ran­do que me de­ci­die­ra a con­ti­nuar con la bús­que­da de un cur­so para ha­blar en pú­bli­co. Ago­ta­da, lo puse a car­gar y, des­pués de du­char­me, in­ten­té eva­dir­me de la reali­dad vien­do la tele. Fue im­po­si­ble por­que todo me re­cor­da­ba a Ma­rio. Un pro­gra­ma de co­ches don­de sa­lía un de­por­ti­vo rojo, el fi­nal de una co­me­dia ro­mán­ti­ca que aca­ba­ba en boda, el te­le­dia­rio, un reality show, la te­le­tien­da y, lo que ya fue el col­mo, un do­cu­men­tal so­bre ani­ma­les que se apa­rean siem­pre con el mis­mo miem­bro de su es­pe­cie. Apa­gué la tele con ra­bia. ¿Qué cla­se de sa­bi­du­ría cruel re­gía una na­tu­ra­le­za ca­paz de dar­le un ma­ri­do a una ci­güe­ña an­tes que a mí?
    Me acer­qué a mi es­tan­te­ría y bus­qué de­ses­pe­ra­da en­tre mis li­bros de au­to­ayu­da un ali­vio, una va­ri­ta má­gi­ca para so­lu­cio­nar to­dos mis pro­ble­mas en solo cin­co pa­sos. Aca­ri­cié los lo­mos de aque­llas obras a las que ve­ne­ra­ba: Los hom­bres son del in­fierno y las mu­je­res del cie­lo, El hom­bre que pro­me­te, no se com­pro­me­te, Co­ci­na afro­di­sía­ca: Tu ca­mino ha­cia el ma­tri­mo­nio em­pie­za en SU es­tó­ma­go, Pin­ta a cual­quier bobo de azul y ten­drás a tu prín­ci­pe…
    «Dios mío», pen­sé dán­do­me cuen­ta de la mag­ni­tud de mi fra­ca­so. Ha­bía apli­ca­do to­dos y cada uno de los mé­to­dos ex­pues­tos en aque­llos li­bros con el úni­co ob­je­ti­vo de ha­cer fe­liz a Ma­rio y con­se­guir que me qui­sie­ra.
    Sa­cu­dí la ca­be­za para no pen­sar más en él. Ade­más, ¿qué ha­cía yo bus­can­do en­tre aque­llos tí­tu­los? Ya no ne­ce­si­ta­ba nin­gún con­se­jo que tu­vie­ra nada que ver con el amor. Esa par­te de mi vida ya no exis­tía. Solo me que­da­ba mi tra­ba­jo y, des­pués del fa­llo de Est­her y de que Ar­man­do me cas­ti­ga­ra de­jan­do que Pe­dro se hi­cie­ra car­go de Hugo… Sal­té como loca al es­tan­te don­de te­nía los li­bros de ges­tión de em­pre­sas y desa­rro­llo pro­fe­sio­nal: Lí­de­res do­mi­nan­tes con ta­cón de agu­ja (este li­bro fue una com­pra com­pul­si­va equi­vo­ca­da, por­que cuan­do lle­gué a casa me di cuen­ta de que era un tra­ta­do so­bre el sa­do­ma­so­quis­mo), ¿Ga­vio­ta o pin­güino? ¿Vue­las alto o te arras­tras?, Coge el que­so de los de­más y… ¡fún­de­lo!, Vi­sua­li­ce un fajo de bi­lle­tes y, cuan­do abra los ojos, ¡ea!, ahí es­ta­rá…
    Apa­gué las lu­ces y me fui a la cama.
    En el mis­mo ins­tan­te en que me que­dé dor­mi­da, me des­per­tó mi mó­vil.
    —¡Ma­rio! —ex­cla­mé ador­mi­la­da, bus­can­do el te­lé­fono a ma­no­ta­zos. No era él, por su­pues­to. Era Sara.
    —¿Sara?
    —¡Abi! ¡Cómo nos lo he­mos pa­sa­do con Hugo! —gri­tó.
    —Oye, es­ta­ba dor­mi­da.
    —Ay, lo sien­to. Bueno, ma­ña­na ha­bla­mos, pero de ver­dad, ¡qué hom­bre! Lis­to, ama­ble, su­per­edu­ca­do y gua­pí­si­mo.
    Lo sa­bía. Sara ha­bía caí­do en las re­des del flau­tis­ta de Ha­me­lin de las fé­mi­nas.
    —Oye, no me in­tere­sa, en se­rio. Es­toy muer­ta, me due­le la ca­be­za y ne­ce­si­to dor­mir —pro­tes­té.
    —¿Has sa­bi­do algo de Ma­rio?
    —No.
    —Me­jor.
    —¿Por qué? —pre­gun­té in­tri­ga­da.
    —Adiós.
    Y col­gó.
    Ahue­qué mi al­moha­da y vol­ví a ha­cer­me un ovi­llo con las sá­ba­nas. Mi mó­vil vol­vió a so­nar. Era Lo­re­to, se­gu­ro que me lla­ma­ba para ad­ver­tir­me so­bre los pe­li­gros que me ace­cha­ban por te­ner a Hugo cer­ca.
    —Hola —con­tes­té.
    —Abi, Hugo es alu­ci­nan­te —me dijo.
    —Sí, lo sé, no te­mas, ten­dré cui­da… Pe…, per…, ¿per­do­na?, ¿cómo has di­cho?
    —Que Hugo mola y, ade­más, es bue­na gen­te —con­fir­mó.
    ¿Alu­ci­nan­te? ¿Bue­na gen­te? ¿Mola? Lo­re­to la gó­ti­ca, la no­via de la os­cu­ri­dad, la he­re­de­ra le­gí­ti­ma del trono de Sa­tán, ¿ha­bía di­cho «bue­na gen­te»?
    —Lore, ¿es­tás se­gu­ra? —pre­gun­té. Has­ta me pe­lliz­qué una pier­na para ve­ri­fi­car que no se tra­ta­ba de Mor­feo gas­tán­do­me una de sus oní­ri­cas bro­mas.
    —Abi, ¿cuán­do me he equi­vo­ca­do con un tío?
    —Nun­ca, pero a mí me da que no es de fiar.
    —Nin­gún tío es de fiar, mema, pero este al me­nos ha pro­me­ti­do que cui­da­ría de ti.
    —¿De mí? ¿Por qué? —qui­se sa­ber, te­mién­do­me lo peor.
    —Le he­mos con­ta­do que te­nías un no­vio gi­li­po­llas, que este fin de se­ma­na te hizo algo ho­rri­ble que aún no nos has con­ta­do y que no sa­be­mos cómo ayu­dar­te.
    —Dime que me es­tás to­man­do el pelo —su­pli­qué in­cré­du­la.
    —Yo no tomo el pelo.
    —Lore, no me lo pue­do creer. ¿Me es­tás di­cien­do que le ha­béis con­ta­do mi ne­fas­ta vida sen­ti­men­tal a un tío que aca­bo de co­no­cer? —gri­té in­dig­na­da.
    —No dejó de ha­cer­nos pre­gun­tas so­bre ti en toda la co­mi­da, ¿qué que­rías que hi­cié­ra­mos?
    —¡Pues men­tir! —vo­ci­fe­ré—. Ocul­tar la ver­dad, sa­lir por pe­te­ne­ras… lo que sea para no de­jar­me en ri­dícu­lo.
    —No ha­bría co­la­do. No te ofen­das, pero pa­re­ce co­no­cer­te mu­cho me­jor que Ma­rio —afir­mó Lo­re­to con ro­tun­di­dad.
    —Bueno, eso po­dría de­cir­se has­ta del men­di­go —mur­mu­ré.
    —¿Qué men­di­go?
    —Ol­ví­da­lo, pen­sa­ba en alto —acla­ré.
    —Abi, pue­des ol­vi­dar a Ma­rio en tiem­po ré­cord lián­do­te con Hugo. Tú ve­rás lo que ha­ces —dijo.
    Y tam­bién col­gó.
    De­fi­ni­ti­va­men­te, aquel ha­bía sido el día más es­tram­bó­ti­co de toda mi vida, un día más para ol­vi­dar. Y en­ci­ma, no po­día lla­mar a Ma­rio, que siem­pre con­se­guía con­so­lar­me cuan­do me sen­tía su­pe­ra­da por la vida. Ce­rré los ojos e ima­gi­né que ha­blá­ba­mos por te­lé­fono:
    «Hola, gua­po», di­ría yo.
    «Hola, gua­pa. ¿Qué tal tu día?», di­ría él.
    «Ho­rri­ble. Mi no­vio me dejó sola y sin ga­bar­di­na, ten­go re­sa­ca, Est­her es ton­ta y Ar­man­do ha de­ja­do que Pe­dro, el co­chino en­vi­dio­so, se en­car­gue de Hugo».
    «No te preo­cu­pes, mi amor, tú va­les mu­cho, eres mu­cho más in­te­li­gen­te que Pe­dro y tu jefe lo sabe, pero tie­nes que ha­blar se­ria­men­te con Est­her, dar­le la vuel­ta al asun­to; y no te­mas, tu no­vio, que soy yo, vol­ve­rá arras­trán­do­se igual que un gu­sano para pe­dir­te per­dón, por­que eres una chi­ca lis­ta, ale­gre y di­ver­ti­da, y hay que es­tar real­men­te loco para no que­rer­te». Esto úl­ti­mo no te­nía nin­gún sen­ti­do, pero… ¿y qué? Mi ima­gi­na­ción te­nía per­mi­so para in­ven­tar lo que le die­ra la gana.
    «Bue­nas no­ches, Ma­rio».
    «Bue­nas no­ches, Abi».
    Aque­lla con­ver­sa­ción fic­ti­cia me con­so­ló un poco y ya iba a acu­rru­car­me de nue­vo en la cama cuan­do vol­vió a so­nar mi te­lé­fono. Era un nú­me­ro des­co­no­ci­do.
    —¿Sí? —con­tes­té an­sio­sa.
    —¿Abi? —O es­ta­ba ron­co, o no era Ma­rio.
    —¿Quién eres?
    —Soy Hugo.
    —¿Hugo? ¿Quién te ha dado mi nú­me­ro?
    —Tus ami­gas. Es­pe­ro que no te im­por­te. Son en­can­ta­do­ras.
    —Sí, al pa­re­cer, hoy todo el mun­do es en­can­ta­dor —iro­ni­cé.
    —Solo que­ría sa­ber cómo es­tás. Lo­re­to y Sara me con­ta­ron que aca­bas de pe­lear­te con tu no­vio y Sa­mant­ha me con­tó el pro­ble­ma que cau­só tu be­ca­ria.
    —Dios mío —mur­mu­ré. Trai­cio­na­da por mis ami­gas y pues­ta en evi­den­cia por mi ído­lo pro­fe­sio­nal. ¿Po­día ha­ber hu­mi­lla­ción más gran­de?
    Ajeno a mi lu­cha in­te­rior, Hugo pro­si­guió:
    —En par­te me sien­to cul­pa­ble de lo ocu­rri­do y por eso que­ría de­cir­te que si en al­gún mo­men­to dado sien­tes que te es­toy qui­tan­do de­ma­sia­do tiem­po o quie­res dar prio­ri­dad a tu tra­ba­jo, pue­des de­cír­me­lo con toda con­fian­za.
    —Vaya, gra­cias, Hugo.
    —Y en cuan­to a tu no­vio… —sus­pi­ró de­jan­do la fra­se en el aire.
    —¿En cuan­to a mi no­vio, qué? —pre­gun­té a la de­fen­si­va.
    —Creo que hay que es­tar muy loco para de­jar­te es­ca­par.
    —Oye, ¿es­tás flir­tean­do con­mi­go? Por­que no te va a fun­cio­nar —le dije muy mo­les­ta.
    —Sí, la ver­dad es que sí —re­co­no­ció con todo el des­ca­ro—. Lo sien­to, no lo pue­do evi­tar. Sé que aca­ba­mos de co­no­cer­nos pero tie­nes algo que me atrae. Es como si te co­no­cie­ra de otra vida. Ade­más, no eres como las de­más chi­cas.
    —¿Ah, no? ¿Y cómo soy? —lo reté.
    —Eres mu­cho más fuer­te de lo que crees. No hay más que ver la pa­sión que po­nes en todo lo que ha­ces.
    Pue­de que fue­ra el mo­men­to vi­tal en el que me en­con­tra­ba o pue­de que me es­tu­vie­ra di­cien­do jus­to lo que se su­po­ne que yo que­ría oír. En cual­quier caso, me des­ar­mó.
    —¿Tú crees? —mur­mu­ré con un hilo de voz.
    —Es­toy se­gu­ro, pero tran­qui­la, sé que aca­bas de ter­mi­nar una re­la­ción y en­tien­do que lo úl­ti­mo que ne­ce­si­tas es a un ton­to como yo de­trás de ti, por eso no voy a mo­les­tar­te —me ex­pli­có con tal ter­nu­ra, que es­tu­ve a pun­to de de­rre­tir­me. Lás­ti­ma que lo es­tro­pea­ra todo pun­tua­li­zan­do—: De mo­men­to.
    —¿De mo­men­to? Mira Hugo, acla­re­mos esto, ¿vale? Me han roto el co­ra­zón y po­si­ble­men­te ya no ten­ga arre­glo. El mal de amo­res es un lujo que no po­dré per­mi­tir­me ja­más, así que será me­jor que te bus­ques a otra para ju­gar con ella. Por ejem­plo, ¿qué te pa­re­ce Sa­mant­ha? —pro­pu­se en­fa­da­da.
    —¿Sa­mant­ha? No —dijo muy con­ven­ci­do.
    —Pues te que­das­te biz­co cuan­do la vis­te —le re­cri­mi­né.
    —Por­que me im­pre­sio­nó su atrac­ti­vo.
    —¡Pues a por ella!
    Aun­que Hugo se que­dó ca­lla­do un ins­tan­te, pude per­ci­bir su son­ri­sa a tra­vés del te­lé­fono.
    —Abi, no lo en­tien­des. Lle­ga un mo­men­to en la vida en el que apren­des a mi­rar con el co­ra­zón por­que lo que te im­por­ta no está a la vis­ta

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