es
Etgar Keret

De repente llaman a la puerta

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  • Rafael Ramosidézettelőző év
    –¿Y tú qué animal eres? –le pregunta mi hijo a la alemana, y yo me apresuro a traducírselo al inglés.

    –Yo no soy ningún animal –se ríe ella, pasándose una mano de larguísimas uñas por el pelo–, yo soy un monstruo, un monstruo que ha llegado del otro lado del océano para comerme a los niños pequeños y guapos como tú.

    –Dice que es un pájaro cantor –se lo traduzco a mi hijo con toda naturalidad–; dice que es un pájaro cantor de plumas rojas que ha llegado volando de un país lejano.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    ¿Por qué será mi mujer tan poco natural? ¿Por qué le resultará tan fácil decir de unas mujeres con perfume barato que son «putas», y por qué raya en lo imposible decirle a su hijito «soy una jirafa»? La verdad es que me da mucha rabia, y hasta me entran ganas de pegar unos buenos puñetazos. No a ella, porque a ella la quiero, sino a cualquiera. Desahogarme con alguien que lo merezca y liberarme así de mis frustraciones. Los de derechas pueden descargar toda su furia con los árabes. Los racistas, con los negros. Pero nosotros, los de la izquierda liberal, estamos atrapados. No tenemos con quien desahogarnos.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    El de las cejas no ha podido dejar de pensar, mientras intentaba tranquilizarlo, que todo eso era en vano, porque hasta que el viejo se haya acostumbrado a los implantes tendrá que pasar, por lo menos, un año, y seguro que un par de días antes o después se morirá de un infarto, de cáncer, de una embolia, o de cualquiera de las demás cosas de las que se muere una persona de su edad. Habría que limitar la edad de recibir tratamiento a los ochenta años, piensa mientras se quita los zapatos, y pasada esa edad, decirles sencillamente: «Ustedes ya han vivido bastante. A partir de ahora consideren que lo que les queda de vida es un plus, un regalo sin ticket de cambio. ¿Que les duele? Pues no pasa nada. A esperar a que se les pase o a que se mueran». «Esa edad», piensa el de las cejas mientras se lava los dientes, «cada vez la tengo más cerca, la siento como un caballo desbocado que viene hacia mí echando espuma por la boca. Dentro de poco seré yo el que esté ahí echado en esa cama sin levantarme». Y el hecho de pensarlo, le produce cierta tranquilidad.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    al alma de Shkedi ya le había dado tiempo a olvidarse de que un día hubo alguien que se llamaba Shkedi, porque había transmigrado, tan pura e intacta ella, un alma de segunda mano pero como nueva, a una fruta. Sí, a una fruta. Una guayaba.

    La nueva alma no tenía pensamientos. La guayaba no tenía pensamientos. Pero sí sentimientos. Y sentía un espantoso pánico. Tenía muchísimo miedo de caerse del árbol. No tenía palabras para describir ese miedo. Pero si las hubiera tenido seguro que habría dicho: «Mamaíta, todo menos caerme, por favor». Y mientras seguía pendiendo del árbol, toda temerosa, empezó a extenderse por el mundo la paz. La paz mundial. Aunque eso en absoluto tranquilizó a la guayaba. Porque el árbol era muy alto y el suelo se veía lejano y duro. «Todo menos caerme», susurraba la guayaba sin palabras, «todo menos caerme».
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Una cabaña en el bosque, el sol que se pone, yéndonos a dormir temprano. Y en la cama, mi brazo derecho está intacto, seco, y ella yace sobre él porque estamos abrazados. Se apoya tanto rato en él que empiezo a dejar de notarlo. Pero no me muevo, porque estoy muy a gusto con el brazo debajo de su cálido cuerpo, y sigo estando muy a gusto incluso cuando dejo de sentir el brazo por completo. Noto su respiración en la cara, tan rítmica, tan acompasada, interminable. Ahora se me están empezando a cerrar los ojos. No solo en ese mundo, en la cama, en el bosque, sino también en los demás mundos en los que ahora no quiero pensar. Me encanta saber que hay un lugar, en el corazón del bosque, en el que me estoy quedando dormido siendo completamente feliz.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Existe una teoría científica que sostiene que hay millones de universos paralelos a este en el que nosotros vivimos y que todos son un poco diferentes. Los hay en los que nunca has nacido y otros en los que no hubieras querido nacer. Hay mundos paralelos en los que ahora estoy teniendo relaciones sexuales con un caballo y otros en los que acaba de tocarme el gordo de la lotería. Los hay en los que yazco desangrándome lentamente en el suelo del dormitorio y otros en los que soy elegido por mayoría absoluta como presidente de la nación. Pero toda esa variedad de mundos no me interesa para nada en estos momentos. Solo me interesan los mundos en los que ella no esté felizmente casada y no tenga un dulce hijito. En los que esté completamente sola. Hay muchos universos así, estoy convencido de ello. Ahora estoy intentando pensar en ellos. También hay mundos en los que nunca nos hemos llegado a conocer. Pero esos tampoco me interesan en estos momentos. De los que quedan, los hay en los que no me quiere y me dice que no. En algunos con delicadeza y en otros hirientemente. Todos esos tampoco me interesan. Ahora solo quedan los mundos en los que me dice que sí y entre ellos escojo uno, un poco como cuando se escoge un níspero en la frutería. Escojo el más bonito, el más maduro, el más dulce. Jamás ni el mundo más caliente ni el más frío, y vivimos en él en una cabaña del bosque.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Cuando conocéis a un chico o a una chica y os enamoráis, ¿cuál es la sensación más fuerte que tenéis? No sé lo que os pasará a vosotros, pero en esos momentos a mí siempre me parece que me encuentro ante alguien que no tiene igual en el mundo. Mientras que estando Michelle y Adam cenando aquella noche, uno frente al otro, ¿qué era lo que sentían? ¿Que no había otro en el mundo como Adam? ¿Que no había otra en aquella mesa como Michelle? Sea como fuere, aquello acabó en boda. Aunque en realidad, eso no es del todo exacto, porque aquello, en realidad, acabó en un asesinato, aunque en una fase intermedia pasara por lo del matrimonio.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Muki Elón fue uno de los primeros que les compró el sistema. Amaba su dinero y le costó muchísimo desprenderse de él, pero más de lo que amaba los millones que ganaba vendiendo armamento y medicamentos a Zimbabue, odiaba el húmedo verano neoyorquino, la desagradable sensación de la camiseta sudada pegándosele a la espalda. Compró el sistema no solo para él, sino para todo el complejo en el que residía. Hubo quienes, por error, lo interpretaron como un acto de generosidad, pero la verdad es que lo había hecho porque quería que aquel maravilloso buen tiempo lo acompañara hasta el pequeño súper de la esquina, un pequeño súper que además de venderle a Muki Elón cigarrillos Noblesse, que importaban especialmente para él desde Haifa, Israel, también simbolizaba para Muki, más que ninguna otra cosa, los límites de su existencia.
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Esta es la historia de una almorrana que sufrió de un hombre. La almorrana siguió viviendo su vida con normalidad: trabajaba todos los días hasta bien tarde, se divertía los fines de semana y, cuando se le terciaba, echaba una canita al aire. Pero el hombre que tenía colgando de la vena le recordaba en todas la reuniones largas o cuando estaba estreñida que la vida es amar, que la vida es dolor, que la vida es un jodido sufrimiento, pero que también se puede ir a mejor. Y la almorrana escuchaba al hombre lo mismo que las personas, muchas veces, escuchan los retortijones del vientre cuando este exige alimento, sin demasiadas ganas pero con resignación. Y gracias a ese hombre la almorrana se esforzó por creer que podía perdonar, y lo intentó. Por mantener su honor y el de los demás. Y si alguna vez todavía maldecía, ponía cuidado en no mentarle la madre a nadie. De manera que gracias a aquel pequeño y molesto hombre que tenía en el trasero, la almorrana se convirtió en una almorrana querida por todos: por las almorranas, las personas y, por supuesto, por los accionistas de su compañía, desperdigados por todos los rincones del mundo
  • Rafael Ramosidézettelőző év
    Esta es la historia de un hombre que sufrió de una almorrana. No de hemorroides, sino de una sola y triste almorrana. La almorrana empezó siendo pequeña y molesta, enseguida se hizo mediana e irritante, y a los dos meses ya era grande y dolorosa. El hombre siguió viviendo su vida con normalidad: trabajaba todos los días hasta bien tarde, se divertía los fines de semana y, cuando se le terciaba, echaba una canita al aire. Pero la almorrana esa, que tenía colgando de la vena, le recordaba en todas las reuniones largas o cuando estaba estreñido que la vida es un jodido sufrimiento, que la vida es bien molesta y puñetera. Y así, antes de tomar cualquier decisión importante, el hombre escuchaba a su almorrana lo mismo que hay otros que escuchan su conciencia.
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