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Giorgio Bassani

El jardín de los Finzi-Contini

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    no olvidar quiénes eran, de dónde venían, puesto que los judíos—sefarditas o asquenazis, levantinos, tunecinos, bereberes, yemenitas y hasta etíopes—en cualquier parte de la tierra, cualquiera que fuese el cielo de la historia bajo el que habían sido dispersados, son y serán siempre judíos, es decir, parientes cercanos. ¡El viejo Moisè sí que no se daba
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    Todos los grandes árboles de grueso tronco, tilos, olmos, hayas, chopos, plátanos, castaños, pinos, abetos, alerces, cedros, cipreses, robles, encinas y hasta palmeras y eucaliptos, hechos plantar a cientos por Josette Artom durante los dos últimos años de guerra, fueron talados para hacer leña y el terreno ha vuelto a ser, desde hace ya mucho, lo mismo que era cuando Moisè Finzi-Contini se lo compró a los mar
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    guía del Touring Club no dice nada de ella, y eso está mal, por supuesto. Pero vamos a ser justos: el jardín o, para ser más precisos, el extenso parque que circundaba la casa de los Finzi-Contini antes de la guerra y que ocupaba unas diez hectáreas hasta llegar de
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    una vez tomada la decisión de construir una tumba sibi et suis, tendría que haberse quitado de en medio. La época parecía buena, próspera: todo invitaba a la esperanza y al atrevimiento sin trabas. A
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    ncia de la familia.
    Y se me encogía como nunca el corazón pensando que en aquella tumba, construida al parecer para garantizar el perpetuo descanso de quien la había encargado—el suyo y el de su descendencia—, de entre todos los Finzi-Contini que yo había conocido y amado, sólo uno había conseguido ese descanso.
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    mausoleo de los Finzi-Contini. Feo, sí, de acuerdo—lo había oído decir en casa desde niño—, pero siempre imponente, y prueba, aunque no fuera más que por eso, de la importancia de la familia.
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    Ferrara y el cementerio judío que había al fondo de via Montebello. Volvía a ver los grandes prados sembrados de árboles, las lápidas y los cipos, más numerosos a lo largo de las vallas y las tapias divisorias, y, como si lo tuviera delante de mis ojos, el monumental
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    El futuro podría alterar el mundo a voluntad. Sin embargo, allí, en el reducido recinto consagrado a los familiares fallecidos; en el corazón de aquellas tumbas en las que, junto a los muertos, se había tenido el cuidado de depositar muchas de las cosas que hacían de la vida algo bello y deseable; en aquel rincón del mundo protegido, resguardado, privilegiado; al menos allí (y su pensamiento, su locura, seguían aleteando, después de veinticinco siglos, en torno a los túmulos cónicos, cubiertos de hierbas silvestres), al menos allí nada podría cambiar nunca.
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    El mundo ya no era el de antes, cuando Etruria, con su confederación de ciudades Estado aristocráticas y libres, dominaba casi por entero la península itálica. Nuevas civilizaciones, más toscas y populares, pero también más fuertes y aguerridas, se habían hecho con el mando. Pero, en el fondo, ¿qué importancia tenía ahora todo eso?
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    como los búnkers con los que los soldados alemanes cubrieron inútilmente toda Europa durante la última guerra, tumbas que, por supuesto, se parecían, tanto en su interior como en el exterior, a las habitaciones fortificadas de los vivos. Sí, todo estaba cambiando—
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