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John Keane

Vida y muerte de la democracia

  • Adal Cortezidézett6 hónappal ezelőtt
    El novelista sudafricano Njabulo Ndebele (n. 1948) me lo dijo así:
    La democracia desdibuja la relación entre certeza e incertidumbre. Hace que la gente se acostumbre a la experiencia de formular una postura en la mañana, cambie de opinión en la tarde, se enoje, se duerma pensando al respecto y se sienta diferente de nuevo sobre lo mismo al día siguiente. La democracia engendra la posibilidad: se amplían los horizontes de la gente de lo que es pensable y viable, y por esta razón es emocionante, irritante, y está salpicada de momentos difíciles, conflictivos, terribles y hermosos.
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    Una prioridad vital es el control ejecutivo de la comunicación política. Ayuda ser un gran actor en el campo de las telecomunicaciones; mejor aún, poseerlas todas. Al estar en el gobierno, conformar un equipo de relaciones públicas tenaz y eficaz para refutar todo; hacer que cultiven la imagen del primer ministro como un hombre dedicado, trabajador y autosuficiente, un líder en quien todos puedan reconocer un poco de sí mismos, y que deseen ser. Otorgar a los periodistas acceso a los planes gubernamentales a cambio de una cobertura favorable. Advertir a los burócratas de alto rango que se requiere que informen de todo contacto con los periodistas a la oficina del primer ministro. Detener las fugas de información de los burócratas retirados o en servicio; denominar a esto “sabotaje democrático” (Howard), y explicar que filtrar información es malo porque quebranta la tradición de fidelidad y confidencialidad de la que depende la provisión de asesoramiento franco y valiente de los servidores públicos a los políticos.
  • Adal Cortezidézett6 hónappal ezelőtt
    La democracia monitorizada sin duda se nutre de la abundancia comunicativa, pero uno de sus efectos más perversos es alentar a los individuos a escapar de la gran complejidad del mundo metiendo la cabeza, como los avestruces, en las arenas de la ignorancia deliberada, o a flotar cínicamente en las mareas y torbellinos de la moda: cambiar de opinión, hablar y actuar con ligereza, aceptar e incluso celebrar los opuestos, decir adiós a la veracidad, caer en los brazos de lo que algunos llaman razonablemente “estupideces”.
    Las ilusiones tontas, el cinismo y el descontento se cuentan entre las mayores tentaciones que los ciudadanos y sus representantes elegidos y no elegidos enfrentan. Determinar si la democracia monitorizada ha de sobrevivir o no a sus letales efectos es algo que tendrá que decírnoslo un valiente historiador del futuro.
  • Adal Cortezidézett6 hónappal ezelőtt
    Hablar de la “soberanía” del Parlamento, o de los gobiernos “locales” contra el “central”, o de conflictos entre “grupos de presión”, partidos políticos y gobiernos, es demasiado simplista. Desde el punto de vista de la geometría política, el sistema de la democracia monitorizada es algo distinto: una compleja red de organismos monitorios de diverso tamaño y más o menos interdependientes que tienen el efecto, gracias a la abundancia comunicativa, de suscitar constantemente preguntas sobre quién obtiene qué, cuándo y cómo, así como de responsabilizar públicamente, todo el tiempo, a quienes ejercen el poder, dondequiera que estén situados. Las democracias monitorizadas son abundantes en conflictos. La política nunca se marchita. Las cosas nunca están perfectamente bien.
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    Los babilonios, hace casi 4 000 años, tenían el Código de Hammurabi, que establecía la libertad dentro de la ley —señaló—. Más tarde los griegos y romanos aportaron pautas de conducta que se ejemplifican en el Código de Justiniano. Luego, después de algunos siglos, en el año 1215, Inglaterra consagró nuevas libertades en la Carta Magna, y a fines del siglo XVII las amplió en la Declaración de Derechos. Francia dio al mundo el Código Napoleónico, y los “derechos inalienables” del hombre, elocuentemente consagrados en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, dieron nuevas esperanzas a pueblos de todas partes.
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    El pensamiento atribulado sobre el mal político sin duda contribuyó a inspirar una de las características más notables de la democracia monitorizada: el matrimonio de la democracia y los derechos humanos, y el consiguiente aumento mundial de organizaciones, redes y campañas dedicadas a la defensa de esos derechos.
    Este matrimonio tenía raíces que se remontaban a la Revolución francesa, pero sus orígenes inmediatos fueron dos importantes declaraciones políticas inspiradas en los horrores de la segunda Guerra Mundial: la Carta de las Naciones Unidas (1945) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).
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    Las cosas habían cambiado: así como el mundo se había vuelto democrático, así también la democracia se había vuelto mundana.
    Es cierto que los múltiples y muy diversos subtipos de democracia que surgieron en todos los continentes seguían perteneciendo a la familia llamada democracia, no sólo en la letra, sino en el espíritu.
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    “No podemos estar más boquiabiertos”, exclamó Radio Europa Libre. Había terminado la era del comunismo. El calendario de sucesos tan jactanciosamente pronosticado en el escenario de Praga se había cumplido. La tarea política de deshacerse del comunismo e iniciar la transición hacia la democracia se había llevado 10 arduos años en Polonia. En Hungría tardó 10 meses; en la vecina Alemania Oriental, 10 semanas; en Checoslovaquia, tan sólo 10 días. Los cambios fueron tan radicales y generalizados que durante un tiempo parecieron imparables, como una peña que rodara cada vez más rápido en una pendiente de posibilidades infinitas. El fragor que los acompañó persistió muchos años, y sus repercusiones siguieron sintiéndose con fuerza hasta largo tiempo después de la avalancha original.
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    Los peligros del poder sin control son recordatorios perpetuos de las virtudes de una sociedad democrática. No obstante, la democracia moderna requiere una base filosófica y religiosa más realista, no sólo para prever y entender los peligros a los que está expuesta, sino para dotarla de una justificación más convincente.
    REINHOLD NIEBUHR (1945)
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    El argumento de Churchill se apoyaba en una imagen idealizada del pueblo como supremo origen de la autoridad política. Dijo que la democracia era un sistema en el que las opiniones populares expresadas como opinión pública eran tomadas en serio por los representantes, que trabajaban a través de instituciones que vigilaban a los gobiernos y los obligaban a reconsiderar y abandonar las legislaciones insensatas. La democracia era el “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”, pero era más que eso, agregó enseguida. Era “un sistema de derechos balanceados y autoridad dividida, con muchas otras personas y cuerpos organizados que deben tomarse en consideración aparte del gobierno vigente y los funcionarios que emplea”. Y entonces Churchill, aunque frágil por la enfermedad, se preparó para concluir:
    En este mundo de pecado e infortunio se han probado y se probarán muchas formas de gobierno —graznó—. Nadie pretende que la democracia sea perfecta ni omnisciente —hizo una pausa—. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno que se haya concebido para las sociedades, excepto por todas las demás formas de gobierno que se han probado; pero en nuestro país se tiene la sensación de que el pueblo debe gobernar, gobernar continuamente, y de que la opinión pública, expresada por todos los medios constitucionales, debe dar forma, guiar y controlar las acciones de los ministerios, que son sus siervos y no sus amos.
    Las palabras de Churchill pronto serían famosas en todo el mundo, y con toda razón, considerando que pregonaban no sólo el espíritu de resiliencia de la democracia atrapado en una difícil situación, sino el rebote de sus ideales e instituciones hacia un nuevo tipo de democracia que todavía hoy no tiene nombre propio.
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