Me encanta enseñar literatura. Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal —digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, hasta lo más profundo de un libro—, me viene el impulso de exclamar: «¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!». Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. Ni es tampoco muy probable que encuentren fácilmente en algún otro sitio la oportunidad de expresarse sin embarazo sobre lo que más importaba a hombres en tan buena sintonía con la lucha por la vida como Tolstói, Mann y Flaubert. Dudo de que se hagan ustedes una idea de hasta qué punto resulta emocionante oírles hablar, muy en serio y muy sensatamente, sobre la soledad, la enfermedad, la añoranza, el quebranto, el sufrimiento, el desengaño, la esperanza, la pasión, el amor, el terror, la corrupción, las calamidades y la muerte… Y es emocionante porque tienen ustedes diecinueve o veinte años, proceden en su mayor parte de confortables hogares de clase media y aún no guardan en sus carpetas muchas experiencias de las que provocan debilidad; pero también porque, sorprendentemente, lamentablemente, esta puede ser la última oportunidad que tengan de reflejar de un modo continuado y serio las fuerzas implacables a que pasado el tiempo habrán de enfrentarse, quiéranlo o no.