El chico sabe lo que busco, y la chica supongo que también, aunque disimula esa comprensión con un adorable pudor femenino que parece haber pasado de moda. Asiento con la cabeza, procurando que no se vea mi apremio. Ella ya no quiere mirarme, sabe que ahora irán más allá, y la vergüenza manda. De hecho, ella intenta frenarlo todo. Se ve que toma consciencia de la locura, y si bien él le da seguridad porque claramente son novios o algo así, algo de repente la bloquea y le impide seguir. Yo intento hacerme todavía más pequeño, más invisible. Me deslizo en la silla hasta que mi cabeza queda a la altura de la tabla de la mesa, casi escondida detrás de la cafetera y las tazas. Empequeñeciéndome, procurando desaparecer, busco desactivar en ella el sentido común, ese sentido de la realidad que le indica que lo que está haciendo es, como mínimo, controversial. Y es él quien sale a luchar por mi deseo (o por el deseo de él por ella, o por el deseo de llevarse lícitamente esos dólares), y con besos y caricias, la persuade de volver al acto. Para mi alivio, ella vuelve al juego.