Bueno, claro que quería ayudar a la gente. Pero ese era el objetivo secundario, sobre todo en la época en que empecé los estudios. Mi verdadera motivación fue puramente egoísta. Lo que buscaba era ayudarme a mí mismo. Creo que eso nos ocurre a la mayoría de los que nos dedicamos a la salud mental. Nos atrae esta profesión porque estamos heridos; estudiamos psicología para sanarnos. Que estemos dispuestos a admitirlo o no es otra cuestión.
Como seres humanos, los primeros años de nuestra vida residimos en un territorio anterior a la memoria. Nos gusta pensar en nosotros mismos como si saliéramos de esa bruma primigenia con el carácter completamente formado, igual que Afrodita surgiendo perfecta de la espuma del mar. Sin embargo, gracias a la creciente investigación en el desarrollo del cerebro, sabemos que eso no es así. Nacemos con un cerebro a medio formar, más parecido a un trozo de arcilla fangosa que a un dios del Olimpo. En palabras del psicoanalista Donald Winnicott: «No existe eso que llamamos “bebé”». El desarrollo de nuestra personalidad no tiene lugar de forma aislada, sino en relación con otras personas; somos formados y completados por fuerzas que ni se ven ni se recuerdan. En concreto, nuestros padres.