Probablemente crea que voy a hablarle sobre los campos de concentración donde llevaban a todos aquellos que se mantenían fieles a nuestra vieja Austria, sobre las humillaciones, los tormentos y las torturas que sufrí allí; pero nada de eso sucedió.
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Tenían las llamadas “células” en cada oficina y en cada empresa; sus espías e informantes estaban en todos lados, incluso en las oficinas privadas de Dollfuss y Schuschnigg. También tenían un hombre en nuestro modesto estudio jurídico, que desafortunadamente no descubrí hasta que ya era demasiado tarde.
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ojos ese brillo de la pasión descontrolada que suele apoderarse de los jugadores de ruleta cuando, después de estar apostando sin cesar, doblando sus apuestas, por sexta o séptima vez el color elegido no sale.
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Ya sea por el modo desagradable en que Czentovic nos había tratado, ya sea solo por su sensible orgullo patológico, McConnor parecía un hombre completamente diferente.
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“Con un poco de sensibilidad —pensé—, el campeón podría habernos marcado nuestros errores o animado con alguna palabra de aliento”.
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Sin presentarse, con cierta actitud descortés que parecía decir “Ustedes saben quién soy y a mí no me importa quiénes son ustedes”, comenzó a realizar los arreglos prácticos con tajante profesionalismo.
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Si tuviese dolor de muela y de casualidad hubiera un dentista entre los pasajeros, no le pediría que me sacara la muela gratis.
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Dijo que lo sentía, pero que tenía obligaciones contractuales con sus representantes y que estos le habían prohibido expresamente jugar sin cobrar honorarios durante una gira. La tarifa mínima era doscientos cincuenta dólares por partida.
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presenté. Le dije quién era y ni siquiera me dio la mano. Intenté decirle cuán orgullosos y honrados nos sentiríamos todos a bordo si él jugara simultáneas con nosotros, pero ni se inmutó.
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dado que el señor McConnor era uno de esos hombres obsesionados con el éxito personal que sienten que el fracaso, incluso en el juego menos demandante, desvaloriza su imagen.