En el cielo pronuncié sus nombres:
Jackie Meyer. Delaware, 1967. Trece años.
Una silla volcada. Acurrucada en el suelo y vuelta hacia ella, la niña llevaba una camiseta a rayas y nada más. Cerca de su cabeza, un pequeño charco de sangre.
Flora Hernández. Delaware, 1963. Ocho años.
Él sólo había querido tocarla, pero ella gritó. Una niña bajita para su edad. Más tarde encontraron el calcetín y el zapato izquierdos. No se recuperó el cuerpo. Los huesos están en el sótano de tierra de un viejo edificio de apartamentos.
Leah Fox. Delaware, 1969. Doce años.
La mató en un sofá cubierto con una funda bajo la rampa de acceso de una autopista, con mucho sigilo. Se quedó dormido encima de ella, arrullado por el ruido de los coches que pasaban por encima. No fue hasta diez horas más tarde, cuando un vagabundo derribó la pequeña cabaña que el señor Harvey había construido con puertas abandonadas, cuando él empezó a recoger sus cosas para marcharse con el cuerpo de Leah Fox.
Sophie Cichetti. Pensilvania, 1960. Cuarenta y nueve años.
Como propietaria, había dividido en dos su piso y levantado un fino tabique. A él le gustaba la ventana semicircular creada por la división, y el alquiler era barato. Pero ella hablaba demasiado de su hijo e insistía en leerle poemas de un libro de sonetos. Le hizo el amor en su parte del piso, y cuando ella empezó a hablar, le rompió el cráneo y se llevó el cadáver a la orilla de un riachuelo cercano.
Leidia Johnson. 1960. Seis años.
Condado de Buck, Pensilvania. Excavó una cueva abovedada dentro de una colina cercana a la cantera y esperó. Fue la más pequeña.
Wendy Richter. Connecticut, 1971. Trece años.
Esperaba a su padre a la puerta de un bar. La violó entre los matorrales y luego la estranguló. Esa vez, mientras él tomaba conciencia de sus actos y salía del estupor en el que a menudo se sumía, oyó ruidos. Volvió la cara de la niña muerta hacia él y, mientras las voces se acercaban más, le mordió la oreja.