Morir, no en Alejandría. No en Budapest, ese sitio del que se ha dicho que es pura neblina amarilla, como miel derramada y empezando a envejecer. Morir, no en Uruguay, ese sitio de calles estrechas y poetas muertos.
Morir en cualquier rincón, enunciando nuestro propio fin. Sintiendo el tropel de caballos encima de nosotros, uno a uno cada casco de caballo, cada galopar, cada exhalación, y adivinar así nuestra ruina. Entonces una sonrisa. La sonrisa de Dios, de los dioses. Un paseo por el Danubio. Mojar el cuerpo muerto en el Tíber y entonces…
El caballo nos mira y puede morir.