Resulta cuanto menos paradójico que nuestra sociedad actual esté configurada por una creciente diversidad cultural y, al mismo tiempo, se pretenda establecer de manera contundente la necesidad de un pensamiento único como fundamento básico para la convivencia pacífica y armoniosa de todos los que forman parte de la misma.
Para lograr este objetivo, el control de la educación es la piedra angular que ansían quienes pretenden sojuzgar y dominar el mayor número de asuntos de la vida de los ciudadanos, preferencia propia de todo sistema totalitario.
Por otra parte, una amalgama de factores convergen tejiendo un tapiz compacto que impide ver la verdadera esencia natural del ser humano: necesidad de un lenguaje políticamente correcto, búsqueda de una ética mínima, teorías neomalthusianas para el control de la población, ideología de género, neomarxismo post Muro de Berlín, nuevos derechos de ciudadanía En definitiva, todos los ingredientes necesarios para establecer un Nuevo Orden Mundial.
No obstante, éste no podrá ser nunca efectivo sin despojar previamente a la familia natural de su propia identidad y de todas sus funciones, especialmente la educativa. Se la está difuminando de tal modo que parece haberse evanescido. Y con ella debe desaparecer todo aquel que tenga la osadía de defenderla.
Así pues, el mejor barómetro para diagnosticar el estado de salud de nuestra sociedad es, precisamente, el respeto a los derechos naturales de la familia. El problema es muy serio, pues están en juego todas las libertades.