La resquebrajadura

Cada quien sabrá cómo conquista ese silencio, si medita, si se pierde en el desierto, si se concentra en la hoja de un árbol hasta que se disuelva la preocupación.

preocupación es ruido en la cabeza, el ruido de nuestra propia voz regresando una y otra vez sobre lo mismo. «Nada, ninguna preocupación tiene ni un gramo de bueno. Es increíble hasta qué punto podemos dejarnos atrapar por ellas cuando todo lo que nos ofrecen es claramente nocivo», escribe Pablo d’Ors en su ensayo Biografía de la luz.

andar preocupado es uno de los grandes enemigos de ese desierto que tanto cuesta hacer crecer. En la Biblia tenemos un interesante alegato, Lucas dice que la preocupación nos embota la mente igual que lo hacen el vicio y la embriaguez (Lc 21, 34). Quien anda preocupado va por la vida aturdido y obnubilado, como un borracho.

A partir de la repetición, de la respiración y la concentración, de la voluntad de escapar del ruido, cualquiera puede experimentarlo; no hay que salir a buscarlo, el desierto ya está en nosotros, solo hay que dejarlo crecer.

Para escapar del ruido de nuestro siglo, que todo lo perturba, hay que dejar crecer el desierto interior, un espacio vacío que nos permita averiguar qué clase de criatura somos.

Cultivar el silencio es un acto de disidencia, como nos enseña el quietismo que practicaban los místicos españoles alrededor del siglo XVI. El quietista es una persona que ha logrado el silencio interior, precisamente como lo hacía don Juan Matus, el maestro de Carlos Castaneda, cuando suspendía el diálogo interno, o Demócrito de Abdera, que con el mismo fin se quedaba quieto en un rincón de su cabaña.

Hoy producimos más ruido porque cada vez tenemos más miedo. San Buenaventura decía que «el hombre cuando calla piensa en sus caminos», y el orfismo, a partir del silencio, practicaba «el descenso a uno mismo, el pasadizo que lleva al interior, bajar a lo profundo».

Ya desde el siglo XIX al filósofo danés Kierkegaard le parecía que el mundo civilizado era ensordecedor. Si fuera médico, decía, «remediaría los males del mundo creando el silencio para el hombre».

Enfermizo, hosco y con sabor a éter, el mezcal, al principio, no le produjo calor en el estómago, solo… frialdad, un escalofrío. Pero funcionó…, algo comenzó a latir dentro de ella, estaba ardiendo…, ese era su sueño…, estiró la mano para coger otro mezcal».

En otra carta, Lowry le cuenta a un amigo cómo pasa sus días en Cuernavaca, escoltado permanentemente por los demonios del alcohol, antes de descubrir la fantasmagoría del mezcal: «Estoy desmoronándome de un modo firme, constante e incluso bello: mi memoria olvida retazos a cada momento, y me paso las mañanas andando a gatas. Voy dándole vueltas a todo en una cáscara de nuez, solo estoy sobrio o alegre con una botella de whisky».