Claudia Casanova

  • Dianela Villicaña Denaidézett2 évvel ezelőtt
    Una gran mariposa descansaba en la pared azul cielo, con las alas extendidas. Eran de color púrpura iridescente, bordeadas de negro. Nunca antes había visto una mariposa de ese tamaño, o de ese color. Me incliné con cuidado, para no asustarla.
    No fue hasta que me acerqué lo bastante como para rozar sus alas con mis dedos que me di cuenta de que estaba tras un cristal, prisionera para siempre, con una aguja clavada en el corazón.
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    Nadie se movió. Miré el sendero. Parecía como si hubiera pasado un rebaño. Papá había dicho que alrededor del cuerpo de Cata había rastros de huellas de animales, como garras
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    ¿Qué les pasa a los árboles?
    Nos paramos. Tenía razón. Los árboles a nuestro alrededor no parecían vivos. Sus hojas eran como un encaje negro sobre una telaraña de ramas muertas. Observé uno atentamente y puse la mano tras la hoja. Se veía la silueta de mis dedos de un tono más oscuro, con las venas de la hoja dibujándose sobre mi piel. De cerca, los troncos parecían de roca, como si el bosque se hubiera petrificado
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    Lupe habrá buscado agua —dijo el Gobernador, señalando el lecho casi seco del Arintara.
    No, pensé. No es tan lista. Está buscando un asesino y no se preocupará de sobrevivir
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    Ni Masha ni los demás adultos habían mencionado jamás bosques negros. Ni siquiera aparecían en las leyendas de papá o en el mapa de mi madre. ¿Qué había sucedido para que los árboles perdieran su color? No podía ser la sequía, eso no les daría ese aspecto siniestro y fantasmal.
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    ¿Acaso no era lo que siempre había deseado? El mapa de Joya que descansaba en la bolsa de papá, que me colgaba del hombro, tenía un enorme espacio en blanco en el centro, y yo me disponía a descubrir qué había allí. Papá no había podido explorar su propia isla, en parte porque le intrigaba lo que había más allá del océano, pero yo sabía que lo lamentaba. Ahora podría dibujarlo para él. Un escalofrío de excitación me recorrió la columna vertebral, hasta que caí en la cuenta de que Márquez me miraba, hostil. Adopté la expresión huraña que había puesto Pablo, imitándolo lo mejor que pude
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    Rodeamos un espeso grupo de árboles y mi corazón dio un vuelco. No había ninguna catarata, y ni rastro de Lupe. Solamente divisamos el lecho reseco del río Arintara, un hilillo de agua lenta y embarrada.
    —¿Esta es la poderosa catarata Arintan? —exclamó el Gobernador, sin disimular su desdén
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    odos somos hijos de nuestro entorno. Cada uno de nosotros lleva el mapa de nuestras vidas en su piel, en la manera en que camina, incluso en la manera en que crece
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    Papá decía que el Gobernador había prohibido que la gente nadara para evitar que huyeran de la isla.
    Tampoco es que fueran a llegar muy lejos. Las corrientes son traicioneras y los océanos están llenos de monstruos: medusas, tiburones y serpientes de mar.
    Entonces, ¿por qué la gente está tan triste por no poder ir al mar, papá?
    Porque también está lleno de maravillas, y desde el mar puedes ir a cualquier lugar del mundo
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    Nos quedamos un rato sentados, contemplando las estrellas titilando en el cielo. Traté de leerlas, no como Masha, para adivinar el destino, sino como lo haría papá, para averiguar dónde estábamos
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