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Reinaldo Arenas

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    La primera lágrima que derramé por ti cayó sobre los puntos de crochet a cuatro agujas. Pero yo seguí tejiendo, casi sin darme cuenta de nada.
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    Seguí andando, y cuando me volví, tú me dabas alcance. Te situaste a mi lado, como escoltándome. Y ya los dos caminábamos juntos. Dijiste: «Tienes los ojos más lindos del mundo
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    «No sean tontos», dijo. «¿No ven que todas esas maromas son innecesarias? Si han provocado tal alboroto, como dicen, es por la ropa que llevaban puesta. En este país ya no hay nada. Cualquier trapo extraño que se pongan tiene que causar sensación.»
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    «Ustedes saben bien», recalcó ella entonces —ya le habíamos dado la espalda— «que es por la ropa por lo que se destacan, de no ser así, ¿por qué han tejido con tanta furia durante todos estos días?».
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    Es cierto que algunas veces siento miedo, que algunas veces medito sobre las cartas de mamá. Todo es tan horrible aquí, inseguros, acosados, incomunicados.
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    Antes, salir a la calle con una casaca corte imperial adornada con tachuelas era cosa corriente. Ahora es un acontecimiento.
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    Tú fuiste una vez quien dijiste que nosotros éramos los verdaderos héroes. «Porque en un lugar», dijiste, «donde todo el mundo es héroe, el único que realmente lo es, es el que no quiere serlo».
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    Pero todo lo demás seguía empeorando. El racionamiento completo, el hambre absoluta, la incomunicación total. Cuando se iban las luces (las apagaba y apaga el gobierno con sus extenuantes planes de ahorro) yo tenía que tejer a la luz de una vela; vela comprada en bolsa negra que tú, paciente, sostenías en alto.
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    Creía saber cuáles eran tus planes (porque casi siempre he adivinado tus pensamientos, porque casi siempre hemos pensado más o menos las mismas cosas, porque casi siempre habíamos sido la misma persona), pero no imaginé que todo iba a suceder tan rápido.
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    Desde el primer momento —ahora lo comprendo— quisiste opacarme, Ricardo. Pero el éxito era igual para los dos.
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